En el nombre del padre
- Martín Franco
- Mar 29, 2021
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Casi todo niño idealiza al padre: su figura suele ser, casi siempre, lo más grande que tiene su pequeño mundo. Un referente. Un espejo. “El niño, yo, amaba al señor, su padre, sobre todas las cosas. Lo amaba más que a Dios”, escribe Héctor Abad Faciolince en la primera página de El olvido que seremos. Pero un padre también es una sombra, que se alarga y nos acompaña por el resto de la vida. La distancia que nos separa, del peruano Renato Cisneros, es un intento valiente por revelar esa sombra y sacar de la oscuridad la imagen de un padre complejo.
El libro aborda la relación del pequeño Renato con una figura difícil: la de Luis Federico Cisneros Vizquerra, su padre, un general del ejército peruano, ministro del Interior durante la dictadura de Francisco Morales Bermúdez –quien se proclamó presidente en 1975, luego de un golpe de Estado contra el mandatario Juan Velasco Alvarado–, y ministro de Guerra del presidente Fernando Belaúnde, en 1981, justo cuando la violencia del grupo terrorista Sendero Luminoso comenzaba a despuntar. El general Cisneros –apodado El Gaucho por haber nacido en Argentina, en donde su padre, el periodista Fernán Cisneros, había acabado exiliándose–, es una figura llamativa, tan temida como respetada en el Perú de la época: sus deslenguadas declaraciones, que en estos tiempos de corrección política eran intolerables, lo mantuvieron siempre en las primeras planas de la prensa, y sus cuestionadas decisiones políticas le valieron decenas de enemigos, entre ellos algunos de sus hijos.
¿Cómo lidia un hijo con esa figura? ¿Qué sucede cuando, al crecer, se da cuenta de que su padre no es el ídolo que creía? ¿Cómo responde a esa realidad? Esa es la ambigüedad que enfrenta Cisneros (presente en la próxima Feria Internacional del Libro de Bogotá para presentar Dejarás la tierra, su más reciente novela), quien en este libro honesto y valiente se propone narrar el terremoto que significó su padre, y las secuelas que le dejó.

“Desde que empecé a trabajar en la novela lo hice asumiendo la distancia no solo generacional sino ideológica que existía con mi padre. Supongo que escribí el libro para tratar, si no de acortarla, por lo menos de problematizarla y entenderla”, me dice Cisneros. “Mi papá fue un personaje identificado con una maquinaria político-militar represora que funcionó con ‘éxito’ en Sudamérica durante los años setenta y ochenta. Pero también fue un hombre que sufrió el destierro de su padre y vivió una serie de dramas sentimentales que fueron endureciéndolo. Esa complejidad a mí me parecía fascinante, y quise penetrar en ella. Por otro lado, creo que la novela nace de un cúmulo de preguntas y molestias que son las que suelen tensar las relaciones entre un padre y un hijo. De ahí que, siendo una historia muy privada, sea al mismo tiempo universal”.
Y vaya que lo es. Cisneros comienza a narrar la historia de su padre desde el único espectro posible: el de espectador de primera mano que le tocó vivir por su condición de hijo. Cuando nació Renato, en 1976, El Gaucho ya era un hombre mayor, que iba por su segundo matrimonio y tenía cuatro hijos: tres con su primera esposa, Lucila Mendiola, y dos con la segunda, Cecilia Zaldívar, secretaria suya y madre del escritor, por quien abandonó a su primera mujer en medio de un drama propio de culebrón televisivo. Luego vendría un hijo más. Cisneros padre era entonces un militar respetado y temido que aparecía casi a diario en los noticieros de televisión, y Cisneros hijo, como no podía ser de otro modo, vivía deslumbrado por la figura de ese hombre alto y autoritario que manejaba su hogar de la misma forma en que hacía su trabajo: con mano de hierro. Entre los primeros recuerdos está el miedo que le producía. Terror, a veces.

La distancia que nos separa es un intento de entender a un padre que muchas veces parecía incomprensible, impenetrable. Gracias a la mirada reposada que permite el paso del tiempo (El Gaucho falleció de cáncer de próstata a los 69 años, en 1995), Cisneros reconstruye la memoria de su padre valiéndose de su propia experiencia y de decenas de conversaciones con familiares y amigos cercanos. Por ese camino se encuentra una historia que lo agarra por sorpresa: la de Beatriz, el primer amor del Gaucho, una mujer que conoció en Argentina y a quien llegó a proponerle matrimonio. Aunque por cosas del destino la unión nunca logró darse, su padre guardó siempre el recuerdo de ese primer amor, y las pesquisas de su hijo, muchos años después, lo llevan a toparse con revelaciones insospechadas. De eso se trata, al fin y al cabo, hurgar en la vida de una persona: descubrir que había rincones vedados.
En este libro hay dos temas espinosos: el primero es que, aunque Cisneros se valió de técnicas periodísticas para recolectar información sobre su padre, él mismo reconoce que el resultado es una novela. Es decir, que acabó llenando los espacios en blanco con ficción. ¿Qué tan cierto o falso es lo que narra en el libro? “Pienso que son los lectores quienes deciden esas cuotas en función de cuán verdadera o no les parecen las historias. ‘Verdad’ y ‘mentira’ en la literatura son categorías puramente estéticas, que a veces poco o nada tienen que ver con las reales intenciones del autor. Digo que mi libro es una novela porque, aunque hay hechos periodísticamente contrastables, hay también tergiversaciones deliberadas, especulaciones literarias y memorias caprichosas que corresponden más al mundo de lo supuesto y lo ficticio que de lo verificable. Siempre digo que ‘recordar es mentir’”, explica.
Quizás la cuestión va por ese camino que señaló García Márquez en sus memorias: “La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Pero esa vía desemboca en el segundo problema: el compromiso del escritor con la verdad del pasado (aunque sea incómoda, aunque duela), y la reacción de los familiares cercanos ante sus palabras.
¿Cómo afectó su novela a quienes, al igual que él, quisieron al Gaucho, lo vivieron, lo sufrieron y lo amaron? Cisneros lo explica así: “Como escritor pienso, igual que Faulkner, que la única lealtad válida es la que uno tiene consigo mismo. Para poder finiquitar tu obra, debes ser desleal con todos; debes olvidarte de los reparos de tu familia, los consejos de tus amigos, las expectativas de tus lectores, las sugerencias de tu agente, las necesidades de tu editor.
Dudé, por supuesto, pensando en mi familia, pero deseché esas dudas porque sentía que, al dudar, traicionaba al libro. Supongo que lo peor que puede pasarle a una familia es tener entre sus filas a un escritor. Por eso no fue raro que algunos parientes leyeran la novela como lo que no es, asumiendo que se trataba de un ensayo biográfico o de un testimonio periodístico. Esos parientes se sintieron dañados y se apartaron, cosa que lamento mucho.
Pero uno no escribe para contentar ni herir a su parentela; uno escribe porque necesita nombrar aquello que le revuelve las tripas. Y yo necesitaba decir, con un tono y una actitud novelesca, cómo había repercutido en mí la historia política y sentimental de ese hombre controvertido y poliédrico que fue mi padre. Debo decir también que mi madre y dos de mis hermanos han entendido el libro y me siguen queriendo a pesar de las repercusiones familiares que tuvo”.

Cualquier lector desprevenido podrá identificar tres momentos en La distancia que nos separa: el primero es ese intento del hijo escritor por desentrañar la vida del Gaucho antes de convertirse en su padre –que finalmente reconstruye, con sus luces y sombras–; el segundo, la descripción de su vida junto a él y lo que significó crecer al lado de un hombre tosco que fue descubriendo poco a poco; y el tercero, el proceso de comprensión y, digamos, absolución que entrega el hijo. No tenemos la culpa de nuestros padres: después de todo, son el resultado de sus esfuerzos y errores. No son perfectos. Ahora que es padre de una niña, el propio Cisneros se ha dado cuenta de que es casi inevitable acabar pareciéndose, sobre todo en ciertas cosas que uno solía renegar de su padre: “Siempre había pensado que sería un padre tolerante, conversador y permisivo, para contrarrestar el modelo del cual soy resultado, pero la verdad es que, a medida que uno envejece, se parece cada vez más a su padre. Mi hija recién tiene cinco meses, soy un padre novato, pero a veces me pregunto si no habrá en mí un gen autoritario que vaya a manifestarse más adelante. Escribir un diario me ayuda, no a erradicar esa posibilidad, pero sí a prevenirla”.
Si algo hay por destacar de este libro, al final, es su honestidad descarnada: Cisneros no se guardó nada. Y eso mismo lo hace tan valioso. Cualquiera que lo haya intentado, entenderá que contar la vida de nuestros seres queridos no solo resulta complejo sino arriesgado. Que puede abrir grietas, producir temblores. Pero que también, a fin de cuentas, ayuda a sanar las heridas. “El hijo que soy se remece cuando alguien me menciona ciertos aspectos del libro, pero el escritor que también soy, sabe que hizo el trabajo que debía. Escribir La distancia que nos separa representó una pugna entre ese hijo y ese escritor. Las cosas que mortificaban al hijo, alimentaban al escritor. Los descubrimientos que el hijo encontraba reprochables, amorales o nocivos, eran petróleo para el escritor. El escritor es un caníbal de su biografía. Por eso, cada vez que el hijo pensaba demasiado el escritor aparecía para darle un garrotazo y obligarlo a trabajar a su servicio. Todo libro es una lucha o varias luchas al mismo tiempo. Contra el lenguaje, contra la realidad, contra el pudor”.
Y en esta lucha, por fortuna, ganó el escritor.

Publicado en ARCADIA, marzo de 2018
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