Esperando a un amigo
- Martín Franco
- Jan 31, 2023
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A comienzos de los años noventa, sin Youtube ni aplicaciones de streaming, buena parte de la música que escuchábamos estaba dictada por los caprichos de las emisoras locales. En aquella época no había muchas opciones para el rock en mi Manizales natal: Radioactiva y Veracruz internacional, si acaso. Se podían comprar vinilos, casetes y luego compact discs en algunos locales dispersos, pero para hacerlo casi todos los preadolescentes debíamos rogarle a nuestros padres por dinero.
Así que no escuchaba demasiado a los Rolling Stones. Había oído algunas canciones que a un primo le gustaban —Ruby Tuesday y Paint it Black— y otras más que sonaban en radio: la trilladísima Angie o Anybody seen my baby. Pero no era un grupo que me fascinara, como llegó a serlo luego. Y no lo era porque los Stones estaban lejos de mi vida en aquella época: no había nada que conectara su música con esos años de juventud incipiente.

Solo cuando llegué a Bogotá en el año 2000 comencé a escucharlos en serio. Solo cuando encontré a los tres grandes amigos que llenaron esa nueva etapa, los Stones empezaron a volverse parte importante de mi banda sonora. Start me up, Don’t stop, Streets of love y She’s a rainbow, entre muchas otras, acompañaron incontables tragos de universidad y fueron sellando esa naciente amistad. Pronto quedé fascinado por sus letras y el ritmo de sus canciones: de la maravillosa Sympathy for the devil, que es una obra literaria en sí misma, a baladas de belleza abrumadora como Fool to cry o Waiting on a friend. Bailábamos con Miss you en las fiestas de apartamento pasadas de aguardiente. Veíamos en YouTube el video de Emotional rescue con ese falsete de Mick en la voz. Alguna vez compré en San Andresito cuatro cedés con conciertos suyos en distintas ciudades del mundo.
El momento más alto de aquella amistad que duró mucho más allá de la universidad sucedió en 2016, cuando los Stones vinieron finalmente a Bogotá como parte de su tour Olé. Con los dos amigos que seguían cerca —uno se había ido hacía años a hacer su vida lejos, en otro país— compramos las boletas el mismo día que salieron, con pánico de que fueran a agotarse. Los meses antes del concierto transcurrieron en una locura colectiva de amistad stoniana: los escuchábamos una y otra vez entre tragos, risas y anécdotas. Veíamos los videos. Leíamos todo lo que salía sobre ellos. Yo compré varios libros: Vida, de Keith Richards; la biografía de Mick Jagger escrita por Phillip Norman y uno o dos más de Sandro Romero sobre el cantante.
La tarde del concierto nos reunimos temprano. Desde el apartamento de uno de aquellos amigos, donde podían verse las montañas al oriente, apreciamos preocupados la enorme nube negra que cubrió buena parte de la ciudad antes de que se desgajara uno de aquellos furiosos aguaceros bogotanos. Un par de horas después, cedió un poco. Bajamos caminando por la calle 57, rumbo al Campín, empapados por la llovizna pertinaz que aún caía. No nos importaba mojarnos: la cita con sus majestades satánicas nos esperaba al final de ese camino.
Difícil describir la emoción cuando escuchamos el riff de guitarra que anunciaba el inicio de Jumpin’ Jack Flash y la aparición de los cuatro Stones en el escenario. De todos, sin embargo, el momento más sublime fue cuando Jagger dijo “colombianos románticos” en un español enredado justo antes de empezar a cantar Wild Horses. En ese instante lloré. Ahí, a pocos metros de la tarima, mientras Mick cantaba, dejé que salieran todas las lágrimas de emoción que tenía adentro. Lloré por el momento, claro, pero también por lo que en el fondo significaba: la consolidación de una amistad que había durado más de una década y que, estaba convencido, sería para siempre.
***
El 24 de agosto de 2021, murió Charlie Watts. A sus 80 años, el deceso del discreto baterista de los Stones le recordó al mundo una verdad obvia: que nada dura para siempre, aunque nos cueste tanto aceptar el paso del tiempo. Pese a que los Stones han seguido girando, la muerte de Charlie solo pone en evidencia que pronto, más temprano que tarde, tendrán que parar. Y que lo una vez fue ya no lo será más.

Si algo encarnan los Stones es esa obsesión por ir en contra de la naturaleza del cambio: continuar en los escenarios sesenta años más tarde, como si el tiempo se hubiera detenido, es un acto de obstinada terquedad. Y aunque sea una suerte seguir viéndolos, su caso es uno entre mil. Al final todo termina.
Quizás porque nos negamos a aceptar esas verdades, nunca pensé que una de las amistades más sólidas que tuve iba a acabarse. Jamás me imaginé que de un momento a otro, sin un motivo aparente, algo que parecía tan fuerte iba a desmoronarse. Pero así fue: de los cuatro amigos que éramos en principio, ya solo me queda uno cercano. Quizás no me había dado cuenta de que el modelo de los Stones es una anomalía: lo normal es que la vida fluya y las cosas terminen, porque nada es lo mismo que ayer, ni siquiera nosotros. Sobre todo nosotros. Es muy raro que un amigo dure para siempre; a medida que pasan los años sobran los dedos de las manos para contarlos.
Sea como sea, los Stones quedarán en mí como el recuerdo de una época feliz. Y eso hay que agradecerlo. Porque, tal y como canta Jagger en Wild Horses, al final solo hay que “vivir un poco, antes de que el amor muera”.
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