William Vinasco Ch: ¡No me diga más!
- Martín Franco
- Mar 28, 2021
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Updated: Mar 29, 2021

Uno de los momentos más grandes del fútbol colombiano se dio hace 25 años, en el Mundial de Italia. El 19 de junio de 1990 la Selección Colombia –que venía de ganarle a Emiratos Árabes y perder con Yugoslavia– enfrentaba a la poderosa Alemania. Un empate bastaba para pasar, por primera vez en la historia, a los octavos de final de una Copa del Mundo. Lo que sucedió en el partido es de sobra conocido: ese gol del germano Littbarski en el minuto 89, la tristeza de un país entero y la voz de un hombre, William Vinasco Ch., diciendo con un nudo en la garganta: “No hay derecho, Dios mío. No nos lo merecíamos”. Pero un minuto más tarde sucedió lo imposible, y el mismo país que todavía lloraba escuchando las palabras de Vinasco, no podía creer lo que veía: “De pronto viene esa jugada desde el fondo –recuerda William desde la inmensa oficina que tiene en las instalaciones de Radiópolis, la cadena de emisoras de la que es propietario–. El Bendito, el Pibe, el Pibe, el Bendito y se descuelga Rincón… yo ya no tenía aire, no tenía voz, no tenía nada, cuando veo a Rincón que se va de frente digo: ‘¡Viene Colombia, Dios mío, Colombia!’… ¡Miércoles! Y se va esa pelota por en medio de las piernas del arquero… Noooo, eso Adolfo me cogió, me dio dos vueltas, me sacudió, ¡todo el mundo se me vino encima! Ese gol lo gritaron todos menos yo, fue una locura, un momento histórico”.
Desde esa época el país conoce a William Vinasco Chamorro (o Ch., a secas) como el narrador de fútbol más popular de Colombia. Y lo es: a sus 64 años ha tenido la oportunidad de registrar los momentos más importantes de nuestro fútbol (la clasificación a Italia, el 5-0 y la histórica actuación de Colombia en el mundial de Brasil, por citar apenas algunos), y desde hace casi cuatro años es la voz oficial del campeonato de fútbol colombiano junto a su compañero de siempre, Adolfo Pérez, acompañado por las mismas frases que usaba en la década del noventa.
A pesar de que sus dichos son desde hace rato una marca registrada (“Que no me esperen en la casa”, “Me asustastes, como dice Williamcito”, y “No me diga más, caballero”) y de que todo colombiano puede reconocer su voz sin equivocarse, lo cierto es que Vinasco Ch. es mucho más que un simple narrador deportivo: detrás de esa voz inconfundible hay un hombre de negocios hecho a pulso que, además de Radiópolis, es dueño de dos prósperos restaurantes (Santa Costilla, en Bogotá, y Macondo, en Barcelona), tiene su propio avión privado marca Cessna (en su oficina hay una foto suya con casco y gafas negras, piloteándolo) y una finca en Anapoima. Por si fuera poco, está construyendo un campo de golf que se llamará Briceño 18, en Sopó, para golfistas y aficionados que no tengan la posibilidad de pagar un club privado. Además, desde que adquirió su restaurante en España, con cava incluida, se ha vuelto un acérrimo aficionado de los vinos. “No soy un conocedor a fondo, pero he estado aprendiendo. Por ejemplo, si es un tinto, me gusta un Cabernet Sauvignon Felipe Rutini, cosecha 1994”.
Pero, por encima de todo, Vinasco Ch. trabaja: todos los días, sin descanso, desde la madrugada hasta tarde en la noche. “Mucha gente me dice que me haga a un lado y disfrute –confiesa–, pero yo soy feliz haciendo lo que hago”. Lo que significa que, al menos por ahora, no parece tener muchas ganas de retirarse. Por el contrario, habrá William para rato. Todo apunta a que sus frases seguirán sonando por unos buenos años de más y que continuará siendo uno de los locutores favoritos del pueblo colombiano.
¿Qué recuerda de sus primeros años en Chapinero? Muy poquito. Un día llegó el niño Dios y me tenía, en medio de un corral, un triciclo que mis papás habían comprado ahí en diagonal a la casa donde vivíamos, en un almacén que se llama Mora Hermanos, por la iglesia de Lourdes. Tal vez el regalo más lindo que recibí en mi infancia y uno de los más lindos recuerdos. Luego a mis padres les adjudicaron una casa, y muy chiquitico me fui con ellos al barrio Quiroga. De esa casa salgo cuando voy a estudiar a Buenos Aires, pero ahí viví prácticamente todo mi bachillerato.
Pero antes se matriculó en derecho porque su papá quería… Es cierto: mi papá siempre quiso que yo estudiara derecho, aunque en el colegio existía un interés por promover las vocaciones sacerdotales. Yo empecé a visitar el seminario, a trabajar como futuro sacerdote, y cuando llegó la hora de decidir le dije al padre rector, Guillermo Agudelo, que le daba gusto a mi papá y me iba a estudiar derecho. Luego salió una beca del gobierno argentino para estudiar Comunicación en COMFED (Comité Federal de Radiodifusión), y entonces abandoné la carrera.
¿Cuánto alcanzó a hacer? Dos años, pero la verdad es que la vida del colegio me fue orientando hacia la comunicación. A mí lo que más me llamaba la atención era la poesía, yo era el declamador del curso y representaba al colegio en los concursos. Fui ganando imagen por mi voz y la facilidad de expresión, y por eso el padre me puso a leer la misa. Todas las mañanas yo leía con una capa y velo rojo, y entonaba los cánticos. A su turno, el padre Agudelo tenía un amigo que era dueño de la emisora Kennedy, y como a él le gustó mi voz empecé a acompañarlo en un programa que se llamaba Ecos de la parroquia de San Ignacio de Loyola.
Que fue su primer vínculo con la radio… Sí. Luego ya me vinculé con Todelar porque una prima me contactó con un amigo que, coincidencialmente, era hijo del dueño. Él me envió con el director de Radio Tequendama, y ahí me vinculé como locutor en la emisora que era estrella en aquella época. Después me invitaron a Radio Continental y ahí llegué a leer comerciales de radio. Eso me permitió llegar a la parte deportiva y con el tiempo fui nombrado director. Yo era el jefe de Hernán Peláez, Pastor Londoño, Gustavo Torres, las figuras de la época, pero no tenía más de veinte años… ¡era un “pelao”! Pero teníamos el más alto rating en el estadio.
¿Entonces llegó al deporte por casualidad, casi? Es que se presentaron varios hechos. En una oportunidad yo escuché a Carlos Arturo Rueda en Radio Capital, y de lanzado fui a pedir una cita para hablar con él. Luego “el Campeón” me invitó a un partido para hacerle los comerciales y quedó tan contento con mi voz que me puso el apodo de “Willy Williams”. Cuando llegué a Todelar conocí a los narradores más prestigiosos de la época: Héctor Ramírez, Jorge Eliécer Campuzano, “el Paché” Andrade, Marco Antonio Bustos… Entonces vi que ahí había un campo aún más exigente y empecé a aprender de cada uno de ellos. Después me retiré para formar mi propio grupo deportivo y al tiempo me volvieron a llamar de Todelar para que fuera el narrador oficial.
¿Cuál fue el primer partido que narró? Recuerdo el primero que comenté. Llegó un equipo que se llamaba los Toros de Miami a enfrentar a Millonarios, y como yo sabía inglés los entrevisté en su idioma y descresté a todos los compañeros. Empecé a narrar en el torneo del barrio Olaya, después fui al barrio Samper Mendoza y luego estuve en unas canchas en la 170. Para la televisión me llevó un colega que se llama Humberto Salcedo Jr. a transmitir Copa Libertadores, a Cromavisión, y ahí empecé. De ahí me llamó Caracol.
Y ese estilo apasionado de narrar, ¿de dónde salió? Cuando llegué a la televisión a transmitir partidos, cometí la osadía de ponerle velocidad, alegría, ritmo, y también frases y música colombiana. En ese momento eso generó una serie de críticas, pero yo insistí en el estilo y afortunadamente Caracol y RTI me respaldaron. Seguí haciéndolo porque antes la gente le bajaba el volumen al televisor para oír el radio, y yo quería que me escucharan a mí. La cosa fue pegando y con el paso del tiempo los otros narradores empezaron a hacer lo mismo.
Además le han tocado momento inolvidables, como el 1-1 contra Alemania en Italia 90. Claro, lo recuerdo mucho porque, devolviéndome en el tiempo, no he encontrado un partido mejor jugado por la selección Colombia, y porque era demasiado injusto ese gol ya al cierre. Y luego lo que pasó, ¡fue histórico!
Y el 5-0… ¡Qué decir de ese partido! ¡Qué se iba a esperar uno golear a la selección argentina en el estadio de River! Recuerdo que llegamos trasnochados porque las barras no nos dejaron dormir; el día de transporte hacia el estadio rompieron los vidrios del bus y nos trataron muy mal. Y luego esa goleada… ¡Adolfo hasta pidió día cívico!
¿Qué más recuerda de ese día? A los jugadores y periodistas nos habían entregado por primera vez teléfonos celulares, esas panelas grandísimas de Motorola, y antes del partido salió “el Tino” Asprilla en medio de 80.000 personas, se fue hasta uno de los arcos y se puso a hablar por teléfono yo no sé con quién. ¡Ese estadio se iba a reventar echándole la madre y chiflándolo!

El año pasado le tocó, también, el Mundial de Brasil… Fue un privilegio ver esa a selección que, gracias a los resultados, nos permitió recordar la época de Maturana y entender que hay una nueva generación que viene empujando fuerte. En Brasil había una colonia enorme de colombianos, entonces en cada ciudad donde transmitíamos acabábamos sintiéndonos como en casa. Cuando salíamos para el aeropuerto veíamos a la gente todavía celebrando, con las banderas, en las calles. Fue una fiesta.
¿Qué otra emoción así le tocó vivir? La clasificación al mundial del 90. Transmitiendo en directo en Israel yo me puse a llorar de la emoción cuando “el Palomo” Usuriaga hizo el gol. La televisión italiana mostró luego mi relato y recuerdo que decían: “¿Pero cómo es posible que un narrador llore porque van a un mundial?”. Y antes hubo otra: en 1987, cuando Lucho Herrera ganó la vuelta a España, viajamos con el Noticiero TV Hoy, de Andrés Pastrana, a cubrirlo. Resulta que, el día final, la Federación de Cafeteros había quedado de entregarnos a Lucho para entrevistarlo, pero en medio del despelote no nos pararon bolas. Entonces yo, pensando qué hacer, fui y le dije a un colega muy querido que manejaba las comunicaciones de la vuelta a España: “Pepe, ¿tú me prestarías el helicóptero que está parqueado en el Santiago Bernabéu para sacar a Lucho de aquí? Necesito entrevistarlo y no te imaginas cómo está nuestro país en este momento”. Él me dice que lo coja y ahí mismo le digo a Lucho que venga conmigo; nos vamos hasta el estadio con el papá y la mamá y unos periodistas que nos siguieron, y apenas llegamos yo vi dos helicópteros parqueados. “¡Arranquen!”, les dije, y los pilotos extrañados porque no sabían quién había dado la orden. Al final verificaron y nos llevaron hasta la torre España, y pusimos a Lucho en directo con el presidente por intermedio de Judith Sarmiento. Eso Andrés Pastrana me cogía, me agarraba, me daba besos… ¡Cómo será que al otro día me invitó a Toledo a comer cochinillo!
Hablemos de las frases. Cuando dice: “Una de las dos cosas que más me gusta hacer en la vida”, ¿cuál es la otra? [Risas]. Las frases nacieron cuando yo transmitía fútbol desde el estudio en Inravisión. Nosotros teníamos una pantalla que quedaba como a unos 3 o 4 metros de distancia y había unas luces gigantescas que se demoraban en prender. Como era difícil ver a los jugadores, lo que hice fue rellenar con frases para que la narración no perdiera ritmo. Pero esas salían sobre la marcha. Me acuerdo que una vez me gané un carterazo en un hotel en Cali de una señora que me reclamó porque el marido no había llegado a la casa después de un partido.
¿Pero entonces cuál es la otra cosa? [Risas]. Esa pregunta siempre me la hacen y yo saco el as bajo la manga: si hay niños, digo que no puedo revelarlo porque están los pequeños; si estoy con golfistas, digo que jugar golf, o si no hacer radio… Es un comodín.
Adolfo Pérez tiene algo que ver en su matrimonio, ¿no? Sí. Adolfo se casó en Argentina y una vez, en un viaje de trabajo en el que íbamos con Alma, mi esposa, empecé a preguntarle cómo había sido su matrimonio. Entonces se me ocurrió proponerle a Alma que nos casáramos ahí en Buenos Aires, y ella me dijo: “¿Estás hablando en serio?”. “¿Por qué no? –le respondí–. Nos amamos, somos felices, pues casémonos”. “¿Y los padrinos y la familia?”. “Pues si quieres llegamos a Colombia y hacemos otro”, le dije. Hasta que aceptó: fue una locura, yo tampoco lo pensaba. Al día siguiente Adolfo me dio los contactos, me dijo a dónde tenía que ir en el consulado y le propusimos al embajador colombiano, que en ese entonces era Víctor G. Ricardo, que fuera nuestro padrino. Adolfo fue el otro padrino y unos estudiantes colombianos de medicina que estaban allá asistieron a la boda. Yo no me di cuenta a qué horas me casé.
Cuénteme de su faceta de negociante, que es muy exitosa. ¿De dónde salió? Desde pequeñito. Mi mamá, Tulia, tuvo la idea de abrirnos a todos una cuenta de ahorros en la Caja Social y nos dio una alcancía para que ahorráramos. Yo fui un poquito más lanzado que el resto de mis hermanos y empecé a meterme en negocios.
¿Cuál fue el primero? A mí me gustaban mucho los cuentos y por eso compraba historietas de Archie, la pequeña Lulú, Superman y El Santo. Puse una tienda en la casa donde alquilaba, vendía y cambiaba. Pegué el aviso en la ventana y allá llegaban todos los muchachos. Ese fue el primer plante que yo tuve para reunir una platica; es que todo lo que me gustaba lo volvía negocio. La pólvora, por ejemplo. En enero compraba más barata la que sobraba y la guardaba todo el año debajo de la cama de mi hermano, que fumaba tranquilo. ¡Eso era una bomba de tiempo! [Risas]. Él nunca se enteró y yo la sacaba en noviembre para venderla otra vez. Ya con los ahorros de mi platica me compré el primer carro, un Renault 4 blanco que engallé, pero mi hermano se accidentó en él dos veces y me acabó todo el capital. Yo estudiaba con un compañero que tenía un familiar en una fábrica de quesos, Pasco, y le dije a mi hermano que se dedicara a vender para intentar recuperar la plata. Al mismo tiempo me puse a vender cursos de inglés. Nos fue muy mal.
¿Luego qué pasó?
Cuando trabajé en el noticiero La Opinión, en una emisora que se llamaba Horizonte, me di cuenta de que a uno de los periodistas el director del Intra, Rubén Valencia Cossio, le había adjudicado un taxi, entonces le pregunté que por qué no me ayudaba a ver si yo podía tener uno. Ahí entré a manejar un Dodge Dart 72 de color negro los fines de semana. Con el tiempo me conseguí un Fiat Polski 75, y metí esos carros a turismo. Yo me ubiqué en el Tequendama y a mi hermano lo puse en el Bacatá, en la 19, y ya teníamos mejores ingresos. Después monté un puesto de hamburguesas y perros en la Feria Internacional y con lo que eso me dio compré una máquina de lavaseco y monté una lavandería con dos sucursales.
¿Cómo se olía los negocios? Yo he sido siempre muy inquieto, un emprendedor. Cuando viajo a cualquier parte estoy viendo qué negocio puedo adaptar para Colombia: fui el primero en tener la franquicia de Hard Rock Café, de Hooter’s y de Planet Hollywood. Las conseguí, pero montarlas requería mucho dinero, entonces preferí abrir un negocio independiente y monté mi restaurante, Santa Costilla, con un socio. Desde enero, también abrimos con mi hija Karen un restaurante en Barcelona, España, que se llama Macondo.
¿Y esas decisiones las toma solo? Siempre las había hecho solo, pero actualmente no tomo ninguna sin consultarlo a las dos mujeres que me acompañan: Karen, mi hija, y Alma, porque creo que las mujeres tienen un olfato particular. Yo antes me metía en cosas, pero no todas funcionaban. Por ejemplo, monté una antena parabólica para bajar la señal y vendérsela al Noticiero TV Hoy, pero resulta que la época de las parabólicas se fue acabando porque llegó el cable y ahí se me fue una inversión muy grande.
¿Cómo es la historia de la compra de la emisora?
Una noche, trabajando yo en Todelar, llamé en la madrugada para hablar con el operador y el celador me dijo: “Don William, imagínese que acá está don Germán Tobón (el hijo del dueño de Todelar) tomándose unos traguitos porque está celebrando que acaba de comprar una emisora”. Colgamos y al momentico me llamó Germán y me dijo: “Véngase, chino, que le tengo el negocio de la vida”. Cuando llegué me contó que el dueño de hamburguesas Wimpy le había vendido y me dijo: “Quiero hacer una sociedad con mis cinco mejores amigos”. Eso fue a las dos de la mañana; a las cinco ya lo tenía convencido de que la hiciéramos nosotros dos. Ahí arrancamos de cero y yo me encargué de subir a pie la primera antena a Monserrate en compañía de mis hermanos. Le pedimos permiso al cura del santuario para poner el transmisor que nos había prestado el papá de Germán, y tiramos una señal que cubría muy poquito. Pero todo fue hecho a pulso: el combustible lo subíamos a mula, eso fue un trabajo de meses con mi hermano, dele y dele.
Y así empezó… Pero fue difícil. Como en esa época había que esperar a que el ministerio le autorizara a uno la comercialización, duramos como un año sin comerciales y ya estábamos asfixiados. Entonces Germán me dice: “Bueno William, o me vende pa’ darle esto a mi papá, o me compra”, y ahí es cuando yo le compro y le doy lo del lavaseco, los taxis, lo de mi mamá, todo. Después alquilamos un apartamento en la 58 y yo les dije a mis hermanos que se vinieran a vivir conmigo. Ellos me daban cinco mil pesos y con eso pagábamos el arriendo. Después entraron los comerciales y fuimos mejorando, y ahí volvió Germán a decirme que le vendiera, pero ya era diferente. Empezamos a crecer y compramos la emisora de Hernán Castrillón, que se llamaba La Cachaca, que ahora es 1580, y luego El Dorado Estéreo que ahora es Candela, y así.
¿Cuál es el secreto del éxito de Candela? La programación es lo más importante. Y también valorar mucho el talento que tenemos. Nosotros hemos generado una empresa de gran compromiso social: los hijos de nuestros empleados están en una fundación nuestra, y ahí desayunan, almuerzan y comen. Aquí hacemos una convención anual en cualquier país del mundo; nos embarcamos todos en un avión y nos integramos durante una semana. Yo creo que el concepto de familia es clave: el año pasado cogimos un avión con todos los hijos de los empleados y los llevamos a Orlando. Todo pagado por la compañía.
Otra cosa que se ve es que hay una cercanía suya con el oyente… Es verdad: no sé si es la forma de ser al aire o el fútbol, pero a mí la gente me ve en la calle y me dice: “William, una foto, un autógrafo”. Muchas veces duro hasta 40 minutos o una hora en ciudades como Ibagué o Cúcuta para salir del estadio, como si yo fuera el futbolista. Hace poco tuvimos que salir con escolta para no perder el avión. Es increíble el cariño de la gente. Yo hice una campaña para la Alcaldía y en dos meses me levanté 350.000 votos. Ahí es que dice uno: ¡miércoles!
Por cierto, ¿esa idea de hacer política, de dónde salió? El presidente Uribe me pidió que le ayudara como jefe de debate en Bogotá cuando se lanzó la primera vez. Yo creí en él y empecé a trabajar por una causa. Entonces me iba a los barrios, convocaba a la gente, y les decía: “Hoy no vengo a hablarles de fútbol, sino del futuro de nuestro país”. Hice una campaña bonita a favor del presidente y luego ganamos. Cuando terminó quise hacer mi ejercicio y creí que iba a contar con el respaldo del presidente Uribe, pero él apoyó a Peñalosa. Yo empecé a subir en las encuestas y Uribe me llamó a decirme: “William, yo creo que usted puede ganar. ¿Cómo están sus cosas? Veo que le falta más presencia en los medios”. Yo le dije: “Presidente es que estoy solo, ando sacando plata de las emisoras”. Le hice caso, grabamos un comercial, y ahí se nos fue el resto del presupuesto.
¿Se sintió traicionado por Uribe cuando apoyó a Peñalosa? Eeeeh…, yo no diría que traicionado porque para ser político hay que estar acostumbrado a muchos sinsabores, pero sí esperé que el presidente me respaldara. Muchos integrantes del Partido de la U le dijeron a él que con la cantidad de votos que había conseguido, más el respaldo del partido, hubiéramos podido conseguir la Alcaldía. Yo nunca le pregunté por qué no me apoyó y luego, cuando me volví a lanzar, él me pidió que apoyara otra vez a Peñalosa. Después me preguntó: “William, ¿usted cree que yo me equivoqué respaldando al doctor Peñalosa?”. Yo le dije: “Presidente, no sé, no tengo respuesta para eso”, pero le juro que me moría de las ganas de decirle: “Presidente, ¿por qué no creyó en mí si yo me la jugué con usted a fondo?”. En Bogotá no hubo nadie que trabajara tanto como yo: con gripa, con fiebre…, un año y medio agotador. Trabajé a sol y sombra, ¡qué no hice por él! Me imaginé que lo menos que podía haber hecho era decirme gracias, pero ni siquiera tuve una llamada de su parte.
¿Dejó de ser uribista?
Quise recibir un “gracias, William”, pero nunca. Un día, cuando ya había salido de presidente, me invitó a una reunión. Le llevé la última encuesta en la que aparecía en segundo lugar pensando que iba a darme su apoyo, pero lo que hizo fue preguntarme por Marta Lucía Ramírez y decirme que por qué no aparecía Francisco Santos. Ni me felicitó.
Y en esta campaña que ya está andando, ¿a quién va a apoyar? ¿Piensa seguir jugando un papel activo? Yo he estado insistiéndole mucho a Rafael Pardo que considere la posibilidad de una unión con Peñalosa, para recuperar a Bogotá. De hecho, en Chile me lo encontré y le comenté la idea. Sigo trabajando mucho en esa dirección con el fin de que haya un candidato único. Pero entonces, ¿Pardo o Peñalosa?
Estaría con cualquiera de los dos si hay una unión, creo que vale la pena intentarlo. Pero sigo trabajando en el sentido de que Pardo se una a Enrique porque es él quien quiere la unión.
Revista BOCAS, septiembre de 2015.
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