El vivo vive del bobo
- Martín Franco
- Mar 29, 2021
- 3 min read
Me pasó hace unos días: mientras esperaba a unos amigos en la placita que queda frente a un conocido supermercado, se me acercó un lustrabotas, joven él, a ofrecerme sus servicios. "A tres mil pesos el ‘baño’ a los tenis, patrón", me dijo, y como no tenía nada mejor qué hacer aparte de esperar (y en vista de que los zapatos, en efecto, necesitaban una buena pulida), acepté. Después de todo, sonaba bien: tres mil cada zapato y como nuevos. Me senté en una de las bancas mientras el hombre hacía su trabajo y charlaba animadamente; unos cinco minutos después, cuando acabó el primer zapato, me la soltó al fin: "listo, patrón: cuatro bañitos, cada uno a tres mil, o sea doce mil barritas". ¡Doce por zapato! Es decir, 24.000 pesos. Lo que siguió ya podrán imaginárselo: la molestia del cliente al que le vieron la cara (o sea yo), una breve discusión y un arreglo por menos plata (aunque, aun así, me sentí tumbado).
El ejemplo, creo yo, es perfecto para ilustrar una de las supuestas cualidades por las que los colombianos nos enorgullecemos más: la tan mentada malicia indígena. Si llamamos las cosas por su nombre lo que hizo el lustrabotas no es más que un simple engaño: engatusar al cliente con una información a medias, hacerse el buena gente y luego aprovechar para sacarle la mayor cantidad de plata posible. Esa es una de nuestras grandes virtudes: estafar al otro, pasarle por encima, aprovecharnos de su buena fe y luego sacar pecho.
Está bien, de acuerdo, las generalizaciones son malas. Decir que todos los colombianos son como el lustrabotas es un error ingenuo, pero no podemos negar que a muchos todavía les enorgullece actuar así. Conseguir el dinero fácil, sin necesidad de mucho esfuerzo y a pesar de las consecuencias, sigue siendo una constante por estas tierras. "El vivo vive del bobo", nos dicen, y la culpa al final es nuestra, por dejarnos tumbar, y no del "avispado" que nos hace el engaño.
Y a uno, mal que bien, le toca coger experiencia a la fuerza: ya sabemos que el tipo que nos ofrece un reloj en la calle a cincuenta mil pesos en realidad lo terminará vendiendo por menos de la mitad de su precio, o que cuando se nos acerca otro con el cuento de que "tome una muestra gratis" de tal o cual producto -un vendedor ocasional en una playa del Caribe, digamos-, al final aprovechará para sacarnos un buen billete de nuestros bolsillos. Es cierto que la necesidad es grande, pero también lo es que si seguimos destacando la tal malicia indígena como virtud (en vez de darnos cuenta de que es un gran defecto), no llegaremos a ningún Pereira.
En últimas, para uno, vaya y venga, pero la cosa es a otro precio cuando es con los extranjeros. Tengo una amiga muy querida, española, que se vino a vivir a Colombia luego de que durante seis meses cuatro compatriotas le vendieran la idea de que esto era el paraíso; y aunque a ella le encanta este país -con todo y su caos y locura- se ha dado cuenta de que en el fondo tantas buenas intenciones tienen, a veces, otra cara. Y eso que no le he preguntado si alguna vez le ha dado por lustrarse los zapatos…
Abril 16, 2013
Comments