El último torero británico
- Martín Franco
- Mar 26, 2021
- 13 min read
Updated: Aug 2, 2021

I. Volver
Francis Evans Kelly respira hondo. Cuatro años después de retirarse está a punto de volver a enfrentar un toro de 450 kilos. En el 2005 su adiós fue inevitable: los ligamentos de la rodilla derecha y una cirugía de bypass cuádruple que le practicaron para destapar las arterias del corazón, lo obligaron a abandonar los ruedos. Es la edad: a los 67 años ya no es el mismo diestro de antes. Una y otra vez los médicos le han advertido que no debe seguir toreando pero Frank, el único torero inglés que hay en el mundo, ha optado por no hacerles caso.
Es 30 de agosto de 2009. Benalmádena, sur de España. En esta tierra se respira toreo: el arte de la tauromaquia se siente en los carteles que anuncian corridas en ciudades y pueblos remotos; en la enorme valla con la figura de un toro que se alza al borde de la carretera y en los innumerables festejos que se celebran cada año con devoción religiosa y que congregan a miles de seguidores. Los toros, más que un arte, son parte esencial de Andalucía.
La pequeña plaza de Benalmádena –una población de la provincia de Málaga que está a cincuenta minutos en tren de la capital– tiene capacidad para 600 personas. Son las 6 y 45 minutos de la tarde y todavía no se llena. Las gradas de la localidad de Sombra van siendo ocupadas, poco a poco, por curiosos espectadores que quieren ver el regreso de “El Inglés”. Las de Sol continúan vacías. En el medio de la arena dos hombres rasgan las cuerdas de una guitarra y una mujer flamenca con vestido blanco de puntos verdes taconea al compás de la música. El sol no da tregua; el calor, a esa hora, sobrepasa los treinta grados.
Evans está detrás de la gran puerta metálica de color rojo por la que se entra al ruedo. No hay rastro de miedo en su mirada. Una hora antes, mientras dos mozos de espadas le ponían el traje de luces en la austera habitación del hostal “Los Corchos”, en Fuengirola, había bromeado con los periodistas que entramos a ver el ritual. La minúscula habitación se llenó de reporteros británicos que viajaron desde Inglaterra para cubrir la historia. Entre ellos estaba el cámara Daniel Demoustier, un corresponsal de guerra que ha cubierto el conflicto iraquí y que al día siguiente partiría a Afganistán junto a las tropas británicas. “I’m a fat bastard for being a bullfighter”, nos dijo Frank entre risas, con un acento británico limpio y elegante.
En la mañana, mientras desayunaba unos huevos revueltos con tostadas y café en un restaurante barato cerca a la playa, Evans me confesó que sentía un poco de presión. "Siempre tienes la responsabilidad de estar bien –me dijo–, pero hoy más que nunca, porque si fallo todo el mundo se entera. Yo espero por lo menos ser digno".
Lo había visto por primera vez minutos antes, cuando nos cruzamos a la salida del hostal donde se quedaría esa noche. Fuengirola es un pequeño pueblo de La Costa del Sol, una larga cadena de poblaciones que se extienden a lo largo del mar Mediterráneo. El lugar está pensado para el turismo: en sus playas abundan los kioscos y chiringuitos –los tradicionales restaurantes junto al mar–; sus calles son estrechas y verdes, y hay hoteles para todos los presupuestos. Al borde de la playa se extiende un paseo marítimo con decenas de restaurantes que ofrecen paella y camarones.
De inmediato lo reconocí: estaba vestido completamente de blanco y llevaba unos zapatos de cuero café, sin medias. Tenía la piel morena de aquellos que se exponen muchos días al sol y una gran entrada en la frente que daba paso a su pelo metálico. Llevaba los dos primeros botones de la camisa desabrochados, un par de collares colgados en el cuello, un anillo grande y brillante en el dedo meñique, tres manillas en la mano derecha y un reloj negro deportivo en la izquierda. Su figura era esbelta y atlética; su sonrisa, amplia y generosa.
Ahora son las siete en punto de la tarde. Embutido en su traje de luces color oro y azul, la barriga de Frank se ve más prominente. Por detrás de la montera negra su pelo se recoge en una pequeña coleta. El capote de paseo, firme, descansa recostado en el brazo derecho. La plaza no va a llenarse más: las gradas de sol están vacías y el grupo de flamenco ya ha desmontado su tablado. Detrás de la puerta roja por la que se dispone a salir, hay un espacio amplio en el que van enfilando alguacilillos, toreros, subalternos –conocidos como banderilleros–, picadores, monosabios y areneros. Es el orden estricto en el que cada corrida desfilan los protagonistas del paseíllo, el ritual de preámbulo al inicio del espectáculo. Puro y rígido protocolo que le da a la fiesta brava ese aire de elegancia.
Todo está listo; en las gradas, la banda ameniza la fiesta: el redoble de clarines y timbales anuncian la salida de los protagonistas a ritmo de pasodoble. La puerta se abre y Frank camina detrás de los alguacilillos con la cabeza erguida y la mirada en alto. Parece como si en estos cuatro años de ausencia extrañara el enorme riesgo que implica poner su vida en juego frente a un toro. Junto a él va el que será su compañero de faena: un novillero imberbe llamado Saúl Jiménez Fortes. Entonces recuerdo que una de las razones por las que Frank se hizo torero –en 1991, a los 48 años– fue porque, según me dijo, “sentía vergüenza de seguir toreando con muchachos”.
El paseíllo se alarga hasta el otro extremo de la plaza, donde está la presidencia. Frank saluda –como exige el protocolo– y hace dos o tres pases de práctica con el capote; a su lado, los banderilleros se alistan. Pocos segundos después, “Baloncito”, un toro de grandes pitones recorre el ruedo con furia; el público, que había estado tranquilo, aplaude y silba. Y entonces, por fin, Frank se le pone al frente.
II. Torero
El 28 de agosto de 1947 fue un día triste para los aficionados taurinos de aquella España que, por entonces, se encontraba sumida la dictadura del General Francisco Franco. La fecha constituye uno de los primeros recuerdos que tiene Evans y que, quizás, explique el origen de su afición por la fiesta brava.
Aquella tarde, en Linares –localidad de la provincia de Jaén–, moría uno de los mitos más grandes que ha dado el toreo español: Manuel Laureano Rodríguez Sánchez, “Manolete”, un diestro de cara larga y melancólica, nariz grande, frente amplia y cabello engominado, que se había convertido en una leyenda viva por su forma de manejar la muleta.
Fue una mala jugada del azar. “Islero”, el toro de 495 kilos que acabó con su vida, le correspondió en el sorteo previo a “Gitanillo de Triana”, uno de los matadores con quien compartía cartel. Por alguna extraña razón el apoderado de Manolete se encaprichó con el animal y le propuso a Gitanillo que lo cambiaran; el diestro, entonces, salió a lidiarlo después de haber matado sin sobresaltos un primer bovino.
Era el quinto toro de la tarde.
Sobre el final de una buena faena, en el momento exacto en que hundía la espada sobre el lomo del animal, “Islero” clavó uno de sus pitones en el muslo derecho de Manolete, la leyenda, quien murió horas después en el hospital desangrado por la hemorragia.
Frank Evans se encontraba aquella tarde en su natal Salford, una ciudad de 70.000 habitantes situada a pocos kilómetros de Manchester (Inglaterra). Su padre era un militar que había estado en Gibraltar –territorio británico situado en la Península que ha sido objeto de controversia entre ambos países por más de tres siglos– y con el tiempo cultivó un secreto gusto por las costumbres españolas. Por cuenta de esa pasión viajó a España en varias oportunidades, pero fue por los años cuarenta, después del nacimiento de Frank, cuando quedó prendado de Manolete al verlo torear en el pueblo de Algeciras (Málaga).
La tragedia del torero se siguió en la casa de los Evans a través de la radio; el padre de Frank, que había vuelto a su trabajo de carnicero después de la guerra, aprovechaba cualquier oportunidad para hablarle de España, enseñarle unas cuantas palabras en castellano y, sobre todo, contarle las corridas de toros. En su misma calle vivía una familia española amiga de sus padres y cada que los visitaban la curiosidad de Frank por aquel país exótico se hacía más grande.
En 1963, a los 19 años, viajó a Granada, en Andalucía, invitado al matrimonio de la única mujer que habían tenido sus vecinos españoles. En la tierra de La Alhambra vio por primera vez una corrida de toros y quedó prendado. “Cuando regresé a Inglaterra un amigo me regaló el libro de Vincent Hitchcock, Suit of lights, el primer torero inglés de la historia”, cuenta Evans en un español diáfano, salpicado con la mayoría de modismos que utilizan los habitantes de la península.
En realidad, Hitchcok no es el primer torero inglés, como afirma Evans, pero sí uno de los pocos matadores que ha dado la tierra de Los Beatles. Vincent fue un novillero y ex marinero londinense que no alcanzó a tomar la alternativa pese que toreó en la famosa plaza de Las Ventas, en Madrid, de donde salió gravemente herido. El precursor de los toreros británicos fue el sargento John O’Hara, un militar que estuvo en Gibraltar a finales del siglo XIX y que lidió sin mucha suerte un par de novillos en Barcelona y Valencia. A ellos se suma Henry Higgins, quien también escribió una autobiografía titulada To be a Matador (1972) y que, como dato curioso, nació en Colombia.
Evans quería regresar a España para comenzar en firme su carrera como matador. Apenas un año más tarde, en 1964, empacó maletas y desembarcó en Valencia, donde se matriculó en la escuela taurina de Patricio Garridós. Dos años después de hacer sus primeros pases con el capote y la muleta, le ofrecieron debutar en una novillada que se realizaría en Perols, una modesta población de Montpellier (Francia).
“Maté el primer toro con una estocada y tuve que pegar cuatro vueltas al ruedo porque el hijoputa presidente no me quería dar nada”, cuenta ‘El Inglés’ entre risas. Estamos sentados en una cafetería de Fuengirola, donde Evans termina un café. Tiene la postura relajada; la camisa, siempre abierta, revela un cuerpo atlético para su edad y las cejas son tan delgadas que casi ni se ven.
“Maté el primer toro con una estocada y tuve que pegar cuatro vueltas al ruedo porque el hijoputa presidente no me quería dar nada”, cuenta ‘El Inglés’ entre risas.
Con más humor que frustración me cuenta que durante los tres años siguientes no consiguió contrato para ninguna corrida. El mundo de los toros es así: si eres una superestrella –como Cayetano Rivera–, mantienes tu agenda copada y la prensa del corazón te machaca sin remedio; pero si eres un torero modesto que intenta abrirse campo a empellones, no te queda más remedio que buscar pequeños festivales en plazas de segunda categoría. Evans lo tiene claro: me dice que le encantaría torear en la plaza de Las Ventas pero sabe que no será posible. Conoce sus limitaciones. “No puedo quejarme porque me salgan pocas corridas –dice mientras abre los brazos y esboza una sonrisa amplia–: ¡hay muchos que no torean ni una!”.
Eso, precisamente, fue lo que le sucedió después de la novillada en Francia. En 1969, decepcionado por no poder vivir del toreo y sin dinero en los bolsillos, tuvo que regresar a Inglaterra y olvidarse, por un buen tiempo, de este arte ingrato en el que la vida pende siempre de un hilo muy delgado.
III. Un camino difícil
Mathew Evans es un tipo alto, fornido, que tiene la barbilla cuadrada y la piel blanca. No aparenta, ni de lejos, los cuarenta años que tiene. El mayor de los hijos de Frank Evans está casado y es padre de una niña pequeña. “Torear es lo que hace que mi papá siga viviendo –dice mientras caminamos por la playa, un par de horas antes de que la corrida comience–. No temo a lo que pueda sucederle porque conozco su habilidad y sé de lo que es capaz”.
Mathew trabaja en los negocios de su padre. Cuenta que a Margaret, su madre, no le gusta el mundo de los toros –tampoco a su hermano menor– y que por eso suelen quedarse en casa cuando ellos viajan a España. “Mi mamá respeta su profesión; hace algunos años le pidió que se retirara pero ya no. Sabe que no podrá convencerlo”.
“Bombita”, un torero colombiano que lleva casi una vida en España, es contundente: “Frank es una persona digna de admiración –dice–. No cualquiera se para frente a un toro a su edad”. El diestro colombiano asegura que ha hecho contactos para llevar a Evans al país y que en más de una ocasión el británico lo ha invitado a su casa en Inglaterra. Aún tiene el viaje pendiente.
Quien sí ha viajado con él es Gaspar Jiménez, empresario de la plaza de Benalmádena y el primero en darle a Frank la oportunidad de hacer una temporada completa en 2002, cuando le ofreció un contrato para torear ocho corridas en su plaza. “En 2004 me llevó a su casa en Manchester a conocer la familia. Allá tiene un toro mecánico para entrenar porque eso de los toros está mal visto”, relata el empresario.
Por la época del contrato Evans llevaba poco más de una década como torero. “Tomé la alternativa la tarde del 16 de agosto de 1991, simplemente para poder seguir –cuenta–. Cuando uno tiene 48 años y no ha dejado de ser novillero lo normal es que la tome para retirarse. Pero yo no. Quería seguir toreando y, sobre todo, matar toros con matadores y no junto a chavales de veinte años”.
“Tomé la alternativa la tarde del 16 de agosto de 1991, simplemente para poder seguir. Cuando uno tiene 48 años y no ha dejado de ser novillero lo normal es que la tome para retirarse. Pero yo no".
Regresar le tomó su tiempo. Primero tuvo que olvidarse del toreo y dedicarse a distintos tipos de negocios en Inglaterra. Le fue bien, hizo dinero. Montó una fábrica de cocinas y luego, cuando cerró, compró una pequeña empresa de construcción y fabricación de muebles. Trabajó con el futbolista inglés George Best, con quien montó una sociedad inmobiliaria. Con los años Best se retiró y el negocio quedó para Frank. Hoy en día lo manejan sus hijos y él se dedica a su profesión.
“Entre 1998 y el 2000 hice apenas tres faenas. No podía encontrar quién me contratara. En 1996 fui a Venezuela; también estuve en Ciudad de México y Albacete (España)”, dice Evans. La falta de corridas no lo desanima: “El Inglés” trota todos los días, va al gimnasio y ejercita su rodilla operada para mantenerse en forma. “No entiendo cómo se puede ser un buen torero si bebes mucho vino, ‘coges’ con distintas mujeres y fumas –dice, riéndose–. Yo he conocido muchos que no son dedicados. ¡Enrique Ponce me dijo que nunca ha corrido en su vida!”.
Ante el futuro conserva la calma y mantiene el ánimo intacto. Seguirá toreando sin pensar en retirarse pese a que no tiene muchos contratos por delante. “Sólo tengo un festival más este año, en Granada, si no me ofrecen alguna otra cosa”, dice. Pero eso no lo atormenta; es como si de antemano aceptara que así son las cosas y que torear va más allá del éxito. Como dice su hijo Matthew: “si tú tienes pasión por algo lo haces por encima de lo que la gente te diga”.
IV. La puerta grande
No fue una faena para el recuerdo. Con el capote apenas logró un par de pases que el público coreó sin mucha emoción. Al tomar la muleta se mostró más cómodo; en algún momento, incluso, tuvo la osadía de pararse frente al toro e intentar un desplante. La edad hace que sus movimientos no sean igual de ágiles y elegantes que los de un torero en plena forma como José Tomás, y quizá por eso Evans es prudente: trata de no acercarse demasiado al animal ni mucho menos improvisar durante su faena. “No creo que yo sea muy diferente a nadie –me dijo poco antes de salir–. Tan sólo intento torear bien. Cuando veo el toro estoy concentrado en estudiarlo porque los primeros pasos que da te dicen muchas cosas: cómo lleva la cabeza, si corre, si frena… hay que ver eso para entender cómo lo vas a lidiar”.
Su entrada a matar fue limpia: una sola estocada bastó para que el animal empezara a balancearse, cayera sobre sus rodillas y se desplomara en el suelo con la lengua sangrante. El púbico aplaudió y agitó los pañuelos blancos pidiéndole al presidente que le concediera la oreja. Frank tomó su trofeo con la mano derecha y caminó por el ruedo alternando sus gestos con cortas reverencias.
La gente, sin embargo, pareció más emocionada cuando el novillero Jiménez Fortes salió a lidiar su primer toro, el segundo de la tarde. Detrás de mí alguien comentó que ese torero “sí tenía futuro”, algo que el joven matador demostró con una buena lidia que, por un momento, creó pánico cuando el toro alcanzó a revolcarlo por el suelo.
El segundo toro de Frank salió con más bríos; un enorme animal castaño oscuro que corrió por la arena dejando estelas de polvo a su paso. Evans lo estudió desde atrás del burladero, en silencio. Una vez más la faena fue corta: “El inglés” no logró sentirse a gusto con el capote y pasó rápido a la muleta. Algunos pases más tarde, siempre con sus movimientos algo torpes, entró a matar.

Antes de que acabara su presentación bajé al callejón de la plaza. Detrás de las puertas me topé con un inglés alto, de cejas gruesas y barba sombreada; llevaba jeans, camisa, y unas sandalias de abrochar.
―¿Qué te parece?, me preguntó.
No supe qué decir; sentí vergüenza y agaché la mirada.
―Estuvo bien, ¿no? ―respondí para salir del paso.
Por la forma en que me miró supe que se había dado cuenta de lo poco que yo entendía.
―Creo que uno debe saber el momento ideal para retirarse ―sentenció.
Retirarse.
Ésa fue la palabra que más le dolió a Evans cuando, cuatro años atrás, los médicos le dijeron que no podía seguir. Fue la que le quedó sonando luego de ver a su amigo Miguel Márquez desplomarse de un infarto en la mitad del ruedo mientras entrenaban juntos en Fuengirola, y la que acabó con su ilusión cuando visitó un médico que le diagnosticó un bloqueo en las arterias coronarias. Entonces tuvo que irse. Pero en ningún momento de nuestra conversación, ni siquiera cuando se lo pregunté, la palabra volvió a salir a flote: “El Inglés”, sencillamente, la había desterrado. Ese día entendí que más allá de los comentarios que provoque, de que su arte no sea el mejor y de que quizás nunca llegue a torear en Las Ventas, Francis Evans Kelly no se va porque, sencillamente, no torea para nadie que no sea él mismo.
Al inglés de las cejas pobladas lo volví a ver semanas más tarde, mientras ojeaba la revista de El País Semanal y me topé con un artículo sobre un escritor británico llamado Jason Webster. Hacia el final, en un recuadro titulado “España y las grandes plumas británicas”, estaba la foto de mi acompañante de aquella tarde: Giles Tremlett, corresponsal de The Guardian y The Economist en España por más de veinte años. Su crónica sobre Evans –que aparece en la versión electrónica de The Guardian–, da cuenta escueta de lo que pasó esa tarde, pero pasa por alto, no sé bien por qué, el final feliz de aquella faena: Evans salió en hombros por la puerta grande, en medio de los pocos aplausos de un público aburrido.
Ése fue su mejor premio.
Publicado en Revista El Malpensante, 2009.
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