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Elogio del montañero

  • Writer: Martín Franco
    Martín Franco
  • Mar 26, 2021
  • 3 min read


Lejos de causar esa vergüenza que obliga a llevarse las manos al rostro, la cultura “montañera”, como se dice en el argot paisa, debería ser tomada como lo que en realidad es: una fuente inagotable de valiosas historias. Si bien unos palidecen cuando se les menciona, como sin querer la cosa, que en Manizales todos somos ‘montañeros’, otros hemos aprendido a convivir con un remoquete que no es a todas luces ningún lastre. Montañero, como dice el diccionario, es aquel “perteneciente o relativo a la montaña”; por eso el que en mi ciudad de origen pretenda negar que nació en una loma está, como se dice, “miando fuera del tiesto”.


Si en Antioquia fue Carrasquilla, en Manizales quien mejor plasmó el espíritu montañero en el papel fue don Rafael Arango Villegas, autor de “Asistencia y camas”. En la gran mayoría de las bibliotecas privadas más encumbradas de nuestra aún más encumbrada ciudad, hay un ejemplar de sus “Obras completas”. Cosa curiosa, por lo demás, pues pese a ser un próspero empresario, viajero y con plata en los bolsillos, Arango Villegas se sentía el más montañero de los montañeros.


Su única novela refleja el carácter de las personas así: inocentes, dicharacheras, aguardienteras, espontáneas y, sobre todo, frenteras. Varios de sus personajes son representaciones vívidas de los distintos tipos de montañero: doña Petra, mujer recia, brava y mandona que desbarataría en ‘par patadas’ cualquier teoría feminista de Florence Thomas; o Julito, el hijo vago y pícaro que es capaz de ‘tumbar’ hasta a la mamá.


Lo que nadie puede negar, por mucha pena que le dé admitirlo, es que la sabiduría montañera es muchas veces más efectiva que cualquier compleja teoría intelectual. Ahí nomás está lo que le dice Petra a sus hijas, cuando éstas se muestran reacias a estudiar: “Pues ustedes verán. Lo único que les digo es que cuando uno es bien bruto no vale ni una patada en el trasero, aunque tenga más plata quel diablo. En cambio el que sabe es siempre gente onde esté”.


Pero quizás la mejor característica del montañero es su inocencia. La misma doña Petra da muestra de ello cuando, convencida de que tener calzas de oro es cosa de personas distinguidas, lleva a sus hijas a la ‘dentistería’ para que les dejen las muelas brillantes. Cuando el doctor, sorprendido por que las muchachas tienen los dientes en perfecto estado, le dice que no vaya a cometer semejante barbaridad, ella saca pecho y responde furiosa: “me hace el favor y les pone hartas y bien grandes, cosa que cuando abran la boca se les vean desde lejos. Eso es lo que me gusta a mí”.


Y ahora que hablamos de dentistas y montañeros, no puedo dejar de mencionar la anécdota que me contó hace poco Jorge Juan Tobón, prominente odontólogo que tiene su propio consultorio en el barrio la Asunción de Manizales. Como está ubicado en un sector más bien popular, su clientela es variopinta: al lugar llegan pacientes de barrios aledaños y también de la galería, que es como aquí se le llama a la plaza de mercado. Un día entró al consultorio un tipo ya maduro, de camisa abierta, sombrero y poncho al hombro, que no tenía en la boca más de dos dientes: uno en la parte de arriba, a la derecha, al lado de donde alguna vez estuvo un colmillo; y el otro abajo, en el extremo opuesto. Ambos se sostenían de milagro. Tras hacerlo abrir la boca y mirar con detenimiento la fugaz dentadura, Jorge Juan, intrigado, le preguntó:


–Oiga hombre, ¿y usted por qué lado come?


El tipo cerró la boca, ladeó un poco la cabeza, y luego de mirarlo un rato y pensarlo bien, respondió como si fuera la cosa más natural del mundo:


–Pues por los lados de la galería, dotor.


Publicado en El Malpensante, 2009.

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