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Esa delgada línea

  • Writer: Martín Franco
    Martín Franco
  • Mar 29, 2021
  • 2 min read

Por estos días una revista literaria y un cuestionado cronista han revivido la disputa que mantienen desde hace poco más de dos años. El cuento, resumido, es así: la revista le encargó una serie de reportajes que el cronista jamás entregó (también quedó mal con la Casa de América en Cataluña, que le había dado un jugoso adelanto de dinero por un libro), y a partir de ese hecho se abrió, como una caja de Pandora, lo que hasta entonces no eran más que rumores de pasillo en las salas de redacción: que el cronista se inventaba datos y situaciones en sus historias.


La polémica está abierta, y ahí sigue (el que quiera consultarla solo debe buscar en Google "José Alejandro Castaño y El Malpensante"). Pero en vez de ahondar en ella, lo que de verdad me interesa es mirar dónde está ese límite, la delgada línea que separa la realidad de la ficción. Hay que decir, de entrada, que aunque el periodismo narrativo toma elementos prestados de la literatura (el estilo, la escritura y demás), una cosa es una cosa y otra, otra: mientras que el primero no admite la mentira, la segunda se nutre de ella. Un periodista con gran pluma -que los hay pocos- que mienta, debería dedicarse a la ficción; el oficio de contar la realidad, aunque pase por el filtro de la interpretación, no debe admitir fisuras: los hechos son así o asá. Y punto. Otra cosa es la forma cómo el escritor lo ve, que a mí personalmente me gusta porque ayuda a entender una parte de la fragmentada realidad.


El mejor ejemplo de esto es el primer párrafo de la crónica que escribió Alberto Salcedo, un maestro del género, sobre la matanza de El Salado: "Sucede que los asesinos -advierto de pronto, mientras camino frente al árbol donde fue colgada una de las sesenta y seis víctimas- nos enseñan a punta de plomo el país que no conocemos ni en los libros de texto ni en los catálogos de turismo".


En realidad la discusión es vieja; al propio Truman Capote, quien con A sangre fría inauguró el género del periodismo literario, aún le critican varias ligerezas: lo último que se dice, más de cuarenta años después de su publicación, es que el detective que capturó a los asesinos de la familia Clutter no fue en realidad el héroe que el escritor pintó. Mejor dicho: que Capote falseó la realidad para acomodarla a su texto. Y ya entrados en gastos, ¿no es mentir acaso lo que hace García Márquez en Caracas sin agua cuando se inventa un personaje, Samuel Burkart, para contar la historia? Algunos dirán que son "recursos estilísticos", pero la periodista Janet Cooke se vio obligada a devolver un premio Pulitzer por algo similar: inventarse a un pequeño de ocho años llamado Jimmy adicto a la heroína. Son casos diferentes, sí, pero en ambos hay ficción y el periodismo no admite ese recurso.


El tema es espinoso y puede que al final no le interese más que a los periodistas. En cualquier caso, el "affaire" Castaño, como lo han llamado por ahí, deja una conclusión evidente: el periodista que es atrapado mintiendo pierde su credibilidad, el único valor agregado que posee.


Y ahí sí es muy jodido.


Junio 25 de 2013

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