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Mal de escuela

  • Writer: Martín Franco
    Martín Franco
  • Mar 29, 2021
  • 3 min read

Siempre he creído que sentirnos orgullosos de encuestas que nos ponen como el país más feliz del mundo es una forma triste de engañarnos. Porque no nos digamos mentiras: sacar pecho por una banalidad tan grande en un lugar donde todavía pasan las cosas que pasan, no es sino una manera más de cerrar los ojos. Que seamos alegres vaya y venga, eso es otra cosa: cada quién verá cómo lleva la existencia que le tocó en suerte. Pero venir a decir que vivimos felices en un país donde la vida todavía no vale nada (¿o acaso no nos seguimos matando así, sin más, porque sí y porque no?), o en el que por robar un simple celular degüellan a un adolescente en un bus, a la vista de todo el mundo, es sencillamente hablar paja. O bueno, no sé: al menos no es eso lo que yo entiendo por felicidad.

No sé ustedes, pero a mí a veces me resulta agobiante abrir el periódico y leer las noticias (lo cual es grave, supongo, porque los periodistas vivimos de eso). Lo confieso: me parece difícil creer que la cosa va por buen camino, o que en verdad somos el país más feliz del mundo, cuando leo cosas como que en Caldas se han cerrado 93 escuelas. ¡Casi 100 en todo el departamento! Una cifra tan triste como aterradora que, nos demos cuenta o no, dice mucho de lo que somos.

Ya sé que es un lugar común repetir que la educación es la única forma de que una sociedad salga adelante y reiterar que, entre otras cosas, una enseñanza de calidad permite a los individuos desarrollar el preciado bien de pensar por sí mismos, que no es fácil. No hay que ser ingenuos de creer, eso sí, que la educación por sí sola garantiza ciudadanos de bien: estamos cansados de ver mandatarios educados en los mejores colegios y universidades que han terminado en la cárcel por la codicia de llenarse los bolsillos con dinero que no les pertenece. Es cierto que un conjunto de fórmulas matemáticas o datos históricos no hacen personas de bien, pero también lo es que la función de la escuela (o del colegio, como quieran llamarlo), no es solo esa: la más importante, quizás, es empezar a forjar el carácter de los que serán los adultos del mañana.

Por eso la noticia es tan mala, y tan triste: porque, en cierta forma, cerrar tantas escuelas es dejar huérfanos a cientos de niños que se quedarán sin la opción de salir adelante. Tal vez no serán malas personas -esa es otra historia-, pero seguramente tendrán menos oportunidades de las que habrían podido lograr si hubieran corrido con la suerte de ir a la escuela. Habrá que revisar bien las razones -en el artículo de LA PATRIA se citan, entre otras, el desplazamiento de poblaciones campesinas por cuenta de los grupos armados ilegales, la falta de niños o los largos desplazamientos que los pequeños debían hacer para llegar al lugar de estudio-, y mirar la forma de implementar medidas para que esto no siga sucediendo. Quizás cuando en Colombia la educación sea en verdad un derecho y no un privilegio, podamos hablar del país más feliz del mundo. O a lo mejor el equivocado soy yo y la felicidad es justamente eso: cerrar los ojos y no saber de nada.


Abril 2, 2013

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