Tantos miedos
- Martín Franco
- Jun 22, 2021
- 3 min read

Una caída que parece inocente puede abrir la puerta a sentimientos insospechados
El cuarto día de este año nuestro hijo de seis años se quebró el fémur. Llevábamos apenas quince días viviendo en una nueva casa, y estábamos ilusionados y contentos porque sentíamos que, tras un año largo de encierro por la pandemia, él podría al fin dejar de pasar las horas frente a una pantalla de televisión. Como lo habíamos previsto, no tardó en hacer un grupo de amigos y casi desde el día siguiente se la pasaba jugando en el jardín trasero que une varias de esas casas construidas en ladrillo.
Esa tarde había salido a jugar luego de terminar las clases virtuales. Yo estaba trabajando en el computador cuando escuché llegar a uno de sus nuevos amigos quien, agitado, nos dijo que nuestro hijo se había caído y no podía levantarse del suelo. En un par de segundos llegamos al patio donde lo encontramos tirado, llorando nervioso y con la pierna inmóvil. El vecino —que es médico— logró entablillarlo y nos recomendó llevarlo a urgencias, porque la inflamación de la pierna no le daba buena espina. Allí le tomaron una radiografía que pronto reveló lo peor: la violenta fractura del hueso más largo y fuerte que tiene el cuerpo. «¿Pero qué le pasó a este niño?», nos dijo el médico, como si le costara creer que el accidente había sido —tal y como nos explicó nuestro hijo— un simple enredo con un monopatín del que decidió tirarse sin tener idea de manejarlo.
Aunque en principio se habló de cirugía, los médicos nos dijeron luego que el tipo de fractura permitía sanar de manera natural, aunque para hacerlo hubo que ponerle un yeso enorme que lo cubría casi por completo: desde el pecho hasta la punta del pie derecho. Fueron dos meses largos que se la pasó acostado en una cama, sin poder moverse más de lo estrictamente necesario. De repente, nos vimos otra vez como cuando era un bebé, ayudándolo a hacer sus necesidades, dándole la comida en la boca y trasladándolo cargado de la cama a una silla para que pudiera cambiar de posición.
Cuando le quitaron el yeso, tardó quince días en volver a apoyar el pie y luego un par de meses más aprendiendo casi a caminar de nuevo. Las sesiones de fisioterapia fueron largas, agotadoras y difíciles, y más de una vez terminó llorando por cuenta del dolor. Hoy camina bien otra vez y aquel incidente parece ya muy lejano y, sin embargo, desde entonces se quedó instalado en nosotros un miedo que se niega a irse. Ya había escrito alguna vez —y sigo pensándolo— que cuando nace un hijo aparece también un miedo que jamás se quita, pero no estábamos preparados para esta nueva versión del temor, y menos ahora que vivimos asustados por todo: con el covid tan cerca, con este país caminando rumbo al abismo, con tanto futuro incierto en nuestras manos…
Pero nuestro hijo sigue siendo un niño y ya olvidó lo que le sucedió. Y quiere salir otra vez a jugar, y treparse a los árboles o andar a toda velocidad en bicicleta. Nosotros, mientras tanto, nos mordemos las uñas, temerosos de otra caída, de otra visita al hospital, de accidentes cada vez más graves que suceden todo el tiempo en nuestra imaginación desbordada. Yo lo veo pasar corriendo y no puedo evitar la imagen de esa sala de urgencias, ni del aparato enorme que saca las radiografías, mientras siento que algo adentro se me muere un poco. Pero habrá que aceptar —supongo— que en eso consiste ser papá: entender a la fuerza que hay que dejar ir, y que la vida tiene que seguir su curso, sea cual sea, aunque ese miedo —tantos miedos— vayan a estar siempre ahí, al acecho.
Junio de 2021
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