Una vida en miniatura
- Martín Franco
- Sep 30, 2021
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Por: Martín Franco Vélez
Andre Agassi ganó su primer torneo de Grand Slam en 1992. Tenía poco más de veinte años y una imagen que no encajaba con el pulcro mundo del tenis: melena larga, aretes en las orejas, camisas coloridas y pantaloneta de jean. Había llegado a tres finales de los grandes torneos del circuito —dos del Roland Garros y una del US Open— y las había perdido todas, lo que hacía que la prensa lo atacara sin piedad: hasta antes de aquel Wimbledon, Agassi no era más que un producto de marketing.

Yo tenía once años cuando Agassi le ganó al croata Goran Ivanisevic en cinco sets, luego de haber dejado en el camino a John McEnroe y a Boris Becker, dos leyendas de la época. Llevaba ya unos años jugando tenis en mi ciudad natal, y para todos mis amigos de la época Agassi era el ídolo al que queríamos parecernos. No sabíamos entonces —nadie lo sabía— lo mucho que Andre detestaba el tenis, a pesar de que estaba a punto de empezar a convertirse en uno de los grandes. Fue muchos años más tarde, en su biografía, Open, cuando reveló lo que sucedió en aquel momento: «Se supone que debo ser una persona distinta ahora que he ganado un torneo de Grand Slam. Todo el mundo me lo dice. […] Pero yo no siento que Wimbledon me haya cambiado. De hecho, me siento como si me hubieran hecho partícipe de un secreto sórdido: ganar no cambia nada».
El británico Robbie Williams, en el video de su canción Advertising Space, se disfraza de Elvis y le canta al Rey del Rock: «Todo el mundo ama tu vida, menos tú». Eso le pasaba a Agassi en aquel entonces: el mundo lo amaba. Nosotros, unos niños entrando en la pubertad, también lo amábamos. Pero él odiaba su vida.
Y, sobre todo, odiaba el tenis.
No recuerdo con certeza cuándo agarré por primera vez una raqueta, pero sí lo mucho que jugué cuando era niño. Antes de que mi padre comprara la finca que terminó absorbiéndole su tiempo y su vida entera me llevaba al Club Campestre a las afueras de la ciudad, donde pasábamos los fines de semana jugando tenis. Luego lo hice solo: los sábados, temprano, decenas de niños como yo nos montábamos en un bus grande que se parqueaba afuera de un centro comercial, nos llevaba al Campestre y en la noche hacía el camino de vuelta para dejarnos en el mismo lugar.
Pasábamos el día jugando tenis. Recuerdo las canchas de polvo de ladrillo, algunas caras, los profesores. Recuerdo aquella vez cuando un amigo, que le pegaba a la bola con una fuerza inusual para su edad, metió un derechazo brutal que se fue directo a la cara del caddie, quien justo en ese momento recogía una bola en la malla y levantó su rostro por encima de la cinta blanca. Recuerdo los torneos que jugábamos y recuerdo, sobre todo, una de las primeras cosas que aprendí de este deporte, esa vida en miniatura: que el punto de partido nunca es el final del juego, jamás, y que todo puede voltearse de manera inesperada aunque parezca estar liquidado.
Uno de aquellos años gané el único torneo de mi vida. Y esa noche, en el carro de mi padre con el trofeo en la mano, intuí las palabras que muchos años más tarde escribiría Agassi: «Las victorias no nos hacen sentir tan bien como mal nos hacen sentir las derrotas, y las buenas sensaciones no duran tanto como las malas».
Mardy Fish fue un fugaz número uno del tenis estadounidense en 2011. Luego de una cosecha de grandes tenistas —McEnroe, Connors, Courier, Agassi, Sampras—, vino la sequía: el tenis gringo no era el mismo de antes, a pesar de Andy Roddick. Y entonces apareció Fish, una emoción efímera que logró entusiasmar al público hasta que en el US Open de 2012, en la cima de su carrera, tuvo que enfrentar al gran Roger Federer en la cuarta ronda. Pero justo cuando el público lo esperaba en el abarrotado estadio Arthur Ashe, Fish decidió no jugar. No pudo: la ansiedad lo golpeaba tan fuerte que le impedía respirar.

La historia de Fish —que se cuenta en el documental Untold: Breaking point, de Netflix— resulta apropiada por estos días, cuando muchos deportistas empiezan a hablar abiertamente sobre los problemas que la presión les causa a su salud mental. La japonesa Naomi Osaka, ex número uno del mundo, decidió abandonar hace poco el Roland Garros francés luego de negarse a acudir a una rueda de prensa por cuenta de la ansiedad que todo aquel ambiente le generaba.
Y es imposible no ver un factor más de presión en esa soledad del tenista: cuando todo depende de ti, cuando no hay nadie más a quien echarle la culpa, cuando millones de ojos están puestos en lo que haces o dejas de hacer, explotar parece ser el camino más natural. «Otros deportistas no hablan consigo mismos como lo hacen los tenistas —vuelve Agassi—. Los bateadores, los golfistas, los porteros de fútbol se murmuran cosas ellos mismos, pero los tenistas llegan a conversar y a responderse. En el fragor de un partido, los tenistas parecen locos en una plaza pública, que despotrican y maldicen y celebran debates con su alter ego. ¿Por qué? Porque el tenis es un deporte muy solitario».
Cuando Roger Federer ganó su primer torneo de Grand Slam, el Wimbledon de 2003, yo ya había olvidado el tenis. Poco después de aquella época del Campestre empecé a jugar dos veces por semana después del colegio en un club que aún queda cerca al estadio Palogrande. Y, sin embargo, comencé a aburrirme cuando descubrí que las salidas con los amigos, el trago y el mundo que empezaba a abrirse ante nosotros resultaban mucho más interesantes que el polvo de ladrillo.
Mientras tanto, el suizo iba convirtiéndose en leyenda. David Foster Wallace escribió en 2006 un artículo para el New York Times en el que aseguró que todos los amantes del tenis habíamos visto alguna vez lo que llamó “momentos Federer”: «Hay veces, mientras observas jugar al joven suizo, que tu mandíbula cae y los ojos sobresalen y se hacen sonidos que obligan a los cónyuges a venir a ver si estás bien. Los momentos son más intensos si has jugado suficiente tenis para entender la imposibilidad de lo que acabas de ver».
No miento si digo que fue ver a Roger Federer lo que me mantuvo durante aquellos años pendiente del tenis. El delgado vínculo que me unía al deporte a esas alturas era su manera de jugar: la belleza imposible de sus golpes, esa obra de arte que es su revés. Cuando en un punto del documental Untold le preguntan a Mardy Fish en qué momento se rompió la burbuja del tenis estadounidense, él no duda un instante en responder: «La burbuja se llamó Roger Federer».

En 2018, una casualidad de la vida me llevó a ver al suizo en el abierto de Estados Unidos, en Nueva York. Estar en las gradas del Arthur Ashe y sentir el estadio explotar cuando anunciaron su salida, difícilmente se borrará de mi memoria. Aquello ha sido lo más cerca que he estado alguna vez de un ídolo, de la belleza en su estado más puro, y el hecho de que un joven Frances Tiafoe lo descolocara y estuviera a punto de sacar a Roger en primera ronda, me hizo recordar por qué el tenis me gusta tanto: no solo por esa lucha contra el rival, sino, sobre todo, por esa constante batalla que se da con uno mismo. Después de todo, ese es el primer rival a vencer. Y, sin duda, el más difícil.
El día en que murió la mamá de mi esposa, hace dos años, me llevé a mi hijo al parque para sacarlo del ambiente lúgubre que se instaló en la casa de mi suegro. Estaba viéndolo tirarse por el rodadero cuando se me acercó un hombre en sudadera y me pasó una tarjeta: «Clases de tenis —me dijo—. Aquí, en el parque que queda atrás de este». Cuando volvimos a casa guardé la tarjeta en mi mesa de noche y me olvidé del asunto, hasta que salimos de los trámites del funeral y la tristeza amainó un poco. Un día volví a pensar en ella y me animé: no tenía raqueta, ni zapatos, y mi estado físico era el de un hombre que bordeaba los cuarenta y completaba una década, al menos, sin hacer ejercicio de manera regular.
Pero nunca es tarde, supongo. Así que compré una raqueta y unos tenis, y una tarde volví hasta el parque para jugar. Una hora después comprobé que, aunque asfixiado y exhausto, aún guardaba el recuerdo de los golpes. Y empecé a volver, de a pocos: meses más tarde nos mudamos más cerca al parque y el entusiasmo de antaño se renovó. Hoy juego con frecuencia, no me pierdo detalle de los Grand Slams en televisión y siento como si el tiempo no hubiera pasado, después de todo.

Roger Federer, mientras tanto, salió del último torneo de Wimbledon lesionado y abatido: un joven con poco más de veinte años lo despachó con un 6-0 en el último set. Con cuarenta años y dos complejas operaciones de rodilla, el fin de su carrera se ve más cerca que lejos. Pero, aunque se vaya, lo que Federer le ha dejado al tenis y a los aficionados es más grande que su propia historia. Porque si el tenis es como la vida, Roger es la prueba de que hay cosas que la hacen maravillosa. Lo dijo Agassi, también: «No es casualidad que el tenis recurra al lenguaje de la vida. Ventaja, servicio, falta, rotura, nada, los elementos básicos del tenis son los mismos que los de la vida cotidiana, porque todo partido es una vida en miniatura. Incluso la estructura del tenis, la manera en que las piezas encajan una dentro de las otras como muñecas rusas, reproduce la estructura de nuestros días. Los puntos se convierten en juegos, y estos en sets, y estos, a su vez, en partidos, y todo está tan íntimamente conectado que cualquier punto puede convertirse en un punto de partido. A mí me recuerdan la manera en que los segundos se convierten en minutos y los minutos en horas, horas que, además, pueden ser, todas ellas, las mejores de nuestras vidas. O las más oscuras. La decisión es nuestra».
Octubre de 2021
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